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Marco Verde: del niño aburrido por culpa del calor a una histórica medalla olímpica

Marco Verde, feliz con su medalla de plata
Marco Verde, feliz con su medalla de plataAnadolu via AFP
Aburrido y harto de que el aplastante calor del verano de su natal Mazatlán, Sinaloa, le arruinara sus planes de poder jugar béisbol como jardinero para aventarse de cabeza por la pelota, Marco Alonso Verde Álvarez (22) tomó una simple decisión a sus 10 años sin imaginar el tsunami emocional que con ello provocaría en el país mucho tiempo después. 

Aquella tarde agobiante de calor de 2012, Manuel ‘Sammy’ Álvarez vio a su pequeño hijo encaminarse hasta donde estaba con la misma determinación que él había tenido toda su vida y que lo había conducido a representar a México en los icónicos Juegos Olímpicos de Barcelona 1992, en la categoría de peso semi pesado de boxeo. 

Aunque al principio le dolió un poco ver que a Marco no le había llamado la atención ir a entrenar box con él, Sammy le terminaría confesando a su esposa Fabiola Álvarez que se sentía aliviado al ver a su pequeño lejos de los dolores y sacrificios pugilísticos y sí enganchado con el béisbol, el deporte más popular de Sinaloa. 

Pero todo cambió en esa tarde veraniega, cuando Marco se plantó ante él y le dijo: "Papá, llévame contigo al gimnasio". Y si bien intentó disuadirlo al recordarle que nunca lo había querido acompañar y que estar aburrido por no poder jugar béisbol debido al calor no era razón suficiente para empezar a boxear, Sammy terminó cediendo. 

Se fue el calor, pero llegó el amor al boxeo

Y aunque al poco tiempo el verano se fue y los niños sinaloenses volvieron a jugar béisbol sin el peligro de una insolación, Marco decidió compaginar los dos deportes, motivado por un impulso en la sangre que sentía cada vez que se ponía los guantes de boxeo y que, a su corta edad, no podía explicar del todo. 

Pero ese doble esfuerzo duró tan sólo seis meses, hasta una tarde en la que Sammy y Fabiola sentaron a Marco en la mesa y fueron claros: no podían verlo todos los días irse a dormir agotado y empezaba a ser inviable que la familia tuviera que partirse en dos para poder acompañarlo a los dos entrenamientos.

Y en ese punto, mientras esperaba la respuesta de su hijo, Sammy sintió miedo al ver los ojos de Marco y reconoció la misma mirada que él había tenido en su juventud y que lo había convertido en un boxeador olímpico. Por eso, cuando su plebe dijo que prefería dedicarse al boxeo, supo que no era una simple elección de cómo pasar sus tardes y sí una decisión de vida. 

A los 12 años, tras mostrar una zurda veloz y potente para boxear y con la disciplina que sus padres le habían inculcado, Marco no dudó ni un poquito cuando le ofrecieron alejarse de su familia para instalarse, a tiempo completo, en un centro de alto rendimiento de Sinaloa para comenzar a forjar su carrera como boxeador olímpico.

El pasado viernes 9 de agosto, una década después de aquella decisión trascendental de Marco, Fabiola recordaría toda esa adolescencia de pundonor y entregada al boxeo que su hijo pasó lejos de ella, imposibilitada de poder abrazarlo en muchos de sus cumpleaños, mientras intentaba sin éxito calmar los traicioneros nervios en las calles de París. 

Entre llamadas y mensajes que le atiborraban el celular, aquella orgullosa madre veía emocionada cómo sus amigos y familiares habían instalado una pantalla gigante afuera de su casa de Mazatlán, una ciudad paralizada como el resto del país gracias a los puños de su hijo, con los que había sido ocho veces campeón nacional de boxeo en México, medalla de oro en Panamericanos y también en los Juegos Centroamericanos y del Caribe. 

Mientras observaba a una París transformada en el centro de olimpismo, Fabiola no dejaba de ver a Sammy, que caminaba a su lado con el pecho inflado como gallo y lleno de orgullo, y no podía evitar sentir un poco de ternura por ver el esfuerzo que su esposo hacía por no llorar. 

Aquella mujer que tenía como primer gran recuerdo de su hijo una vez que, siendo muy pequeño, le acomodó una silla para que pudiera sentarse en una reunión como si fuera un caballero hecho y derecho, rememoraba todas las veces que vio a Marco levantarse muy de madrugada para entrenar, y en aquella promesa de un día ser medallista olímpico que un día le hizo. 

La final olímpica

Y cuando llegó al mítico Roland Garros en el que un ring esperaba a su hijo de 22 años y al durísimo uzbeko Asadkhuja Muydinkhujaev para disputarse la medalla de oro en la categoría de 71 kilogramos, Fabiola tomó la mano de Sammy y lloró sin disimulo al ver el lugar atiborrado de banderas mexicanas y el cariño de la gente. 

Marco Verde subió al cuadrilátero al mismo tiempo que México se entregaba a sus puños con amigos reunidos en restaurantes y bares atiborrados para verlo boxear. Ahí estaba ese sinaloense fanático de las películas de Rocky y de las proezas de su padre, su más grande ídolo, con el orgullo de saberse un digno representante del prestigioso boxeo mexicano que contabiliza 14 preseas olímpicas en toda la historia. 

Al final, Marco sucumbió ante el potente Muydinkhujaev que no le dio tregua alguna. Y aunque su principal objetivo era ser campeón olímpico, el mexicano se fue del ring sonriendo, mirando a sus padres a lo lejos y con una presea plateada digna de su historia de esfuerzo. Una medalla que México no ganaba en boxeo desde Los Ángeles 84, pero siendo la primera en la historia de la delegación dentro de la categoría de 71 kilogramos.

Con el corazón todavía saliéndose del pecho, Fabiola pudo estar con Marco después del combate. Luego, mientras intentaba calmar sus emociones, observó a Sammy darle un abrazo a su retoño. Ahí estaban frente a ella el primer padre e hijo olímpicos en la historia de México. Y entonces, dejándose llevar por el llanto potente que provoca la felicidad, fue imposible para esa mujer evitar recordar aquella tarde de verano sinaloense, en la que su niño estaba aburrido por no poder salir a jugar, y que le cambió la vida para siempre.